Es fácil suponer que el paisaje existe antes que la especie humana y que Gaia es su máxima creadora, al fin de cuentas, hace parte de las formas con las que expresa la simbiosis que sostiene la vida. Sin embargo, hay que tener presente que la contemplación de montañas nevadas, de bosques a la distancia, de la línea que diferencia el océano de la bóveda celeste y que hizo imaginar a los contemporáneos de Cristóbal Colón un abismo inconmensurable, producen estados emocionales y espirituales que el arte aspira a registrar con la mayor fidelidad posible. Con el registro artístico el ser humano entrega a su mirada un potencial simbólico que no se preocupa por la comprensión del paisaje natural, sino por el reconocimiento de las sensaciones que se experimenta.
El paisaje está ahí, no hay duda, pero su contemplación ofrece una semilla que el arte aspira a sembrar y cosechar como parte del encuentro de algo que permanece latente, pero que necesita ser descubierto. Desde entonces en género del paisaje se ha ajustado a los cambios culturales y sociales de la historia, porque la mirada artística ha descubierto en la contemplación la herramienta predilecta para extraer los procesos de transformación que pasan desapercibidos.
¿Cómo vive el paisaje un campesino mientras usa el azadón? Para hilvanar una respuesta la palabra terruño ofrece una alternativa. El terruño no se reduce a un lugar habitado, también es la construcción simbólica que crea el sentido de pertenencia y de cuidado. Con el azadón el campesino transforma el terreno que recorre y se adapta a los ciclos estacionales mientras nutre y cuida su trabajo para garantizar su cosecha. Pero estos procesos de transición no se reducen al esfuerzo corporal, también está acompañado por las leyendas y los mitos que reitera su tradición cultural, de modo que los ciclos también están a merced del equilibrio o negociación que se puedan establecer con los espíritus del territorio, con los genius loci que trabajan bajo la guía de GAIA. Así como el paisaje pictórico, en palabras de Rafaelle Milanni es “una revelación de formas en consonancia con la intervención material e inmaterial del hombre”, el terruño se establece desde el momento que se aprende a habitar la coherencia entre el esfuerzo que exige el azadón, la cordialidad con los genius loci y el agradecimiento que se le ofrece a la tierra.
Cuando el arte asume la función de génesis para hacer del paisaje algo más que belleza natural y convertirlo en simiente de visualización del silencio, se crea un síntoma de contemplación que no hace un inventario ecológico o botánico, sino una taxonomía imaginaria que transforma el paisaje en escenario de sueños que se resguardan como tesoros del pensamiento que pueden transferirse al cuerpo, como depositario de una memoria kinésica que la razón no se preocupa por describir, pero que la intuición puede usar. Memoria que es indispensable en el virtuosismo técnico y expresivo de las artes plásticas y que facilita la visualización y registro de fuerzas desconocidas, de conocimientos potenciales que sólo encuentran su comprensión idónea en el futuro, llevando a la contemplación a una versión presagio.
Sin embargo, por mucha videncia que se le atribuya a la contemplación, nunca se podrá asir en su totalidad. Por más que nos adentremos en el paisaje, sentir su latido y alcanzar la armonía de su biorritmo, nunca se podrá imaginar la semilla que alguna vez lo contuvo, como tampoco es posible adentrarse en la semilla progenitora del propio arte. ¿Quién, al sembrar una semilla, imagina los sonidos de una noche iluminada por la luna? ¿existe una especialidad paleontológica que pueda describir las características de la semilla que produjo la muralla y que resguardó el espejo en el que se descubrió Narciso, cuyo éxtasis ha sido usado para trivializar las bondades de la belleza?
El paisaje y la semilla tienen en común la posibilidad de engendrar seres imaginarios y mantenerlos en secreto. Por mucho que Wifredo Lam hiciera visible a los Orichas y sus visiones pictóricas nos ayuden a agudizar los sentidos de la imaginación al grado de escuchar sus fiestas clandestinas, estos protagonistas de la religión yoruba, guardianes de la selva cubana y el candomblé brasileño nunca han sido expatriados de su misterio, ni se han comprendido sus complicadas intrigas.